17.11.16

Cuentas regresivas

Está sentada en la arena húmeda con la cabeza apoyada en el hombro de su amiga. Tiene puesto un vestido blanco de fiesta que se le está ensuciando, pero no le importa. Su vaso de cerveza tibia y sin gas descansa a un costado. En el cielo explotan algunos petardos, algunos solos, otros en cadena. Son intermitentes desde hace 4 horas, cuando el sol empezaba a irse. Unos pocos echan chispas después de callarse, son estrellitas extinguiéndose. Como tapado con almohadón, ambas sienten resonar el suelo de música latina a lo lejos, hacia atrás. Clara empieza a escupir una risa seca, entrecortada.

“¿De qué te reís?”

“Del palo borracho de mi vieja. ¿Te acordás? Ese que nunca supimos si lo que tenía adentro eran caracoles o arroz, que cuando lo girabas parecía ruido de lluvia”

“Sí, me acuerdo”

“Bueno. Olvidate de la música y tratá de sentir las olas con los ojos cerrados. Es eso. Mucho más que ruido de lluvia”

Ambas se quedan a ciegas escuchando cómo las olas rompen y se deshacen cerca de sus pies.

La gente que está atrás grita a cada rato, todos juntos gritan, como festejando un gol o festejando que una pelota de ping pong entró en un vaso.

Ellas siguen sin decirse nada, de a poco van abriendo los ojos en medio del silencio cercano y el caos que las persigue y les toca la espalda. El caos siempre las persigue y les toca la espalda, ellas lo saben, pero siempre quedan al borde, en el abismo, a punto de caer pero sin morir, juntas. El agua les ruge cuando se acerca pero cuando está llegando la espuma se deshace y se disuelve.

“Parece gas. Como de cuando abrís una Coca muy batida”

“Para mí es más tipo champagne”

“No me hables de alcohol que largo todo”

Se ríen sin sonido. Quieren seguir sintiendo el mar en sus venas y el olor a sal en su nariz.

Clara mira la hora de su teléfono y suspira. Una vez más, están por saltar al vacío simbólico de un nuevo momento en sus vidas, juntas. Son años y años de vivir lo mismo, del ritual inexorable y mentiroso pero intenso, feliz, abrumador.

“En cualquier momento”.

Ambas miran al cielo y su infinitud. Su luz se duerme y se enciende. Atrás se escuchan gritos entonados.


“Diez. Nueve. Ocho, siete, seis. Cinco, cuatro…”

.

14.11.16

Un jueves como cualquier otro

Te veo mirarme mientras movés los labios. Sonreís un poco, tomás un trago. Yo observo en silencio todos tus movimientos, casi coreográficos, las frases hechas, todas hechas. Pero no me importa. Viví esta situación una y mil veces, pero como cada vez, esta parece distinta. 

La música está un poco fuerte y vos tenés que hablar fuerte. Estoy casi encima de la mesa, tratando de no quedar mal preguntandote “¿Qué?” todo el tiempo. En la mesa de al lado 10 pibes tienen dos jarras de cerveza y brindan, festejan, gritan. 

En ese bar la gente festeja con volumen, en música y en alcohol. Yo tomo mi cerveza de a tragos, con tranquilidad, un poco arrítmica a la feliz desorganización que me rodea. La mesa de madera está toda pegoteada pero no me importa, a esta altura no me importa nada. Solo quiero prestar atención a cómo vos movés los labios y me mirás fijo, penetrante, con esos ojos eternos.

No sé bien de qué hablás, quizás de tu mamá o de tu hermano, de tu relación con tus amigos o de tu ex novia. Solo sé que me estás contando algo que cuesta decir, no encontrás las palabras, tenés que tomar un trago con cada silencio para pensar bien en cómo decir lo que sentís. Son sentimientos guardados bien adentro, que no salen muy seguido y por eso cuesta encontrar el lenguaje que los transmita. 

A mí me fascina verte usar las palabras incorrectas para después corregirte.

“Y a veces me da bronca. Bueno, no. Bronca no… impotencia”.

Me da una puntada en el medio del pecho pensar que me estás contando estas cosas y que mientras me las contás tus ojos brillan acuosos. 

Si lo pienso un poco mejor, sé que siempre es así, siempre es la mejor parte. Después viene la tormenta, pero así, en medio de la luz que se refleja a medias en este bar en Palermo, quiero creer con todo mi corazón que vos sos perfecto y siempre vas a serlo. Aun cuando conozca las imperfecciones que ahora parecés no tener, quiero creer que vas a seguir siendo perfecto.

Te doy la mano y suspiro. Vos, con un dedo, me acariciás la palma, muy despacito. El corazón me late a mil por hora. Siento una aguja clavada en el medio del pecho. Si me veo a mí misma desde afuera, la aguja pincha más todavía. 


Esto es una película y es la vida, pero la vida siempre es mejor que las películas. El encuentro absoluto y la simbiosis en medio de tanta música y alcohol. Yo pienso: no importa quién esté en frente, no hay nada como estas confidencias; no hay nada como estos susurros dichos a los gritos.

30.9.16

Agustina

Agustina me llama. Yo estoy en casa, durmiendo una siesta, y Agustina me llama por teléfono. Mi celular está en silencio, no tengo forma de escucharlo. Me suena el fijo, que solo suena cuando Telefónica quiere que complete encuestas. No se por qué atiendo, probablemente porque en mi sopor lo primero que me sale es estirar la mano al aparato de la mesita de luz. 

“Si mañana no entrego la monografía, recurso”, me dice. 

Me cuesta entender de qué habla, acordarme de una monografía que yo entregué hace un mes y hasta asociar para qué materia es que nos lo pidieron. Le digo que espere un segundo. La persiana está por la mitad, la luz de la tarde me inunda el cuarto pero me falta el aire. Me levanto a prender el ventilador y abrir la ventana. Vuelvo a la cama y agarro el teléfono. 

“¿Por qué ya no me parece raro? En algún momento vas a terminar recursando, ¿sabes?”
No sé por qué le digo eso. Me sale del alma. De repente se me atora un poquito de bronca en la garganta y es lo primero que puedo soltar para poder volver a respirar con normalidad. Del otro lado, silencio. Vuelvo a sentir la garganta trabada, pero esta vez con un poquito de culpa. 

“Bueno, a ver, ¿cuánto tenés hecho?” 

Agustina deja todo para último momento. Cuando pasa el momento, lo sigue dejando pasar y termina logrando que todos se acomoden a sus tiempos caprichosos. Me incluyo en la vorágine. 

“Tengo el tema pensado y ya escribí dos hojas. Me faltan cuatro y tengo que incluir bibliografía, que no tengo nada”, me dijo. Suena a presa en un confesionario. Claramente, necesita mi ayuda y claramente, no me la va a pedir. Para variar, va a esperar a que yo se la ofrezca. No quiero hacerlo. Me parece que corresponde hacerla sufrir un poco y que entienda que no siempre voy a estar ahí para ayudarla. O sí, qué se yo. Espero por el bien de ambas que no. 

A veces me cuesta ponerme en su lugar, tratar de entender cómo funciona ese cerebro procrastinador. Pero la veo tan inocente, tan chiquita y tierna y frágil, que no me queda otra que ayudarla. No sé qué haría sin mí. No sé quién la ayudaría si no lo hiciera yo. Quizás me gusta sentirme importante cuando lo hago. Quizás solo soy una amiga incondicional. La pregunta es qué hace ella por mí; pero no es una pregunta para hacerse ahora. 

-“Pasame lo que tengas y yo te paso bibliografía que pueda servirte. Si querés te ayudo a escribir todo el desarrollo y cuando esté listo vos hacés la conclusión, ¿te parece?”. 

-“Soy malísima haciendo conclusiones. ¿No me ayudas con eso mejor?” 

Suspiro. Le digo que me tengo que dar una ducha y después me siento a escribir; que me vaya compartiendo el documento en Google Drive así lo hacemos al mismo tiempo. 

Me baño y me siento en mi escritorio con una toalla en la cabeza. Abro la compu, entro al Documento compartido. En la hoja se lee el tema: “La influencia de ShowMatch en la toma de decisiones políticas de los ciudadanos”. Y en una lista de palabras sueltas: índice, introducción, desarrollo, conclusiones, bibliografía. Nada más. 

Agustina está en línea en el documento. Ve que lo estoy viendo y sé que sabe que estoy queriendo darme la cabeza contra el mueble de madera. ¿Para qué decidí ayudarla, otra vez? 

Escribe en la hoja semi en blanco y yo veo cómo las letras van apareciendo: “Sos la mejor amiga del mundo y no sé qué haría sin vos. Tkm mucho!! (signos de exclamación)”.


Marco un enter y escribo: “Te odio. Me debés un Fernet”. Otro enter y empiezo: “Como dijo Habermas en su libro “Acción comunicativa”...” etc etc. 

14.9.16

Héctor

Trabaja en un pseudo-búnker. No hay señal, no le llegan los WhatsApp de Silvia que le dicen cómo está la beba. Le toca sentarse al lado del baño,  donde la gente entra y sale, la puerta hace ruido, las cañerías truenan y el lavamanos es incesante. Después la puerta queda abierta y el olor le llega directamente. Solo a él, mientras intenta hacer funcionar el wifi. 

Llega todos los días a las 9 am puntual, cuando la oficina todavía está desierta, cuando la única computadora que carbura es la suya. A medida que van entrando para firmar los ingresos, se va escuchando un rumor cada vez más pronunciado. A eso de las 11 am el equipo está completo y el griterío es insoportable. Héctor tiene que presupuestar, anotar, calcular, pero tiene a tanta gente encima suyo que las restas le salen sumas y las divisiones le salen multiplicadas. Al mediodía los jóvenes almuerzan; Lucas cuenta que perdió por goleada en el partido del domingo con los pibes, Sandra recomienda a su colorista en una peluquería del barrio, Guadalupe pide consejos porque no sabe qué hacer con el chico que le gusta. Héctor trata de redactar un informe, una y otra vez, pero las voces que se superponen y hablan cada vez más fuerte le impiden cualquier tipo de actividad mental.

Pasa el almuerzo, se hacen las 3 de la tarde, a esta hora empieza la maratón. Todos corren de acá para allá, se desviven por su tarea diaria, gritan, van, vienen. Héctor termina el informe como puede y se lo entrega a su jefe, que tiene 30 años menos, para que se lo apruebe. No se lo aprueba. Le pide que corrija algunas mayúsculas, tildes, y que cambie la palabra “pedir” por “solicitar”. Arregla lo último pero no logra encontrar las tildes que faltan y las mayúsculas fuera de lugar. Lee, relee, y nada. En el centro de su estómago se le forma una pelota de comida no digerida que exige ser expulsada. A las 5 tiene que estar en su casa en Morón para llevar a Silvia con Mora al médico. No sabe a quién pedirle ayuda, ¿debería saber sobre tildes? Nunca antes le habían exigido este tipo de cosas. Antes no sería importante, se le ocurre. 

Mueve el pie izquierdo en un tic nervioso, con la necesidad de frenar el tiempo o de volverse un redactor brillante. Pasa Sandra por atrás suyo, le pregunta si necesita ayuda con algo. Héctor suspira, un poco aliviado un poco avergonzado, y fijándose que no esté su jefe a la vista, le dice que necesita un chequeo del informe. Sandra va al baño y cuando sale le dice: “Los meses del año van en minúscula. Ah… y fijate que “este” ya no lleva tilde”. 

Héctor no entiende por qué su jefe no podía tomarse el trabajo de decirle directamente esos errores. Héctor no entiende casi nada, especialmente el estrés de todos estos chicos por las cosas “urgentes”. Lo que es urgente casi nunca suele realmente serlo. Lo que realmente importa es lo importante. Pero nadie se da cuenta, en este lugar todos trabajan como si de la vida o la muerte se tratara, ponen en juego toda su vida por unas mortales horas dentro de ese búnker sin señal y sin Instagram. 

Se hacen las 4 y Héctor firma la planilla de salida. 

Hasta mañana, chicos”- les dice a todos.


Lo despiden los dedos tecleando en las computadoras, las miradas fijas en las pantallas, la mano ausente de uno de los que se sienta al fondo. Mañana, y quizás siempre, será igual. 

14.6.16

En medio de tanta nada

Parada en el jardín de una casa desconocida, se retuerce las piernas porque necesita hacer pis y no puede encontrar el baño de afuera. Hay mucha gente, mucha niebla y tiene mucho alcohol corriéndole por el cuerpo. Una música electrónica le abomba los oídos, le entumece la razón. A la derecha, le dicen. Camina un poco pero a la derecha solo hay autos estacionados. ¿Pretenden que se desnude así nomás? Se aguanta un rato, piensa en ir a la barra para distraerse pero en este momento su único objetivo es no seguir llenando su vejiga de líquido. Camina al medio del jardín, donde el calor de la masa humana la protege, como una cápsula invisible 5 grados celsius más cómoda que cualquier otro punto de la fiesta. Pero está sola, los grupos de amigos bailan juntos, ella está en el medio tratando de que no le importe, pero con esa sincronización lenta de la música rápida la van expulsando del círculo. Es una intrusa y ella sabe que ellos saben que ella se da cuenta y está tratando de pertenecer. Un poco de calor y distracción de esas ganas furiosas de ir al baño, solo quería eso. 

Se asoma al ventanal que da al living, trata de abrir la puerta pero está cerrada con llave. Da una vuelta por la galería, a la izquierda de la masa danzante, donde hay una pared que esconde una entrada al lavadero. Se tropieza con una botella de cerveza vacía que se rompe y en eso sale un chico muy borracho por la puerta. 

- ¿Estás bien? ¿Te lastimaste?

- No, no, estoy bien. ¿Me dejas pasar? Dejame que entre a buscar algo para juntar los vidrios.

- Bueno, después cerrá con la llave y dejala en ese tacho con ropa.

Se escabulle y entra al lavadero. A su derecha está la imagen de la victoria, un trono inmaculado en donde apoyarse para que el marcador vuelva a cero y sus revoluciones cerebrales puedan concentrarse en otras cosas- en arreglar el lío que dejó afuera, por ejemplo.

Mientras descarga se pregunta si no será un sueño, si no será una de esas veces en las que el líquido cae pero su panza le sigue doliendo, las ganas no se alivian. O que de repente va a abrir los ojos y va a estar toda mojada y calentita entre las sábanas de su cuarto. Se mira las manos, se ven reales. Y las ganas disminuyen de a poco, la máquina de su cuerpo necesita unos segundos extra para avisar a su cerebro que ya está, que lo peor ya pasó. No hay papel. Se seca con la toalla de manos. Las necesidades básicas insatisfechas ponen patas para arriba cualquier intento de civilización. Se viste.

Entra a la cocina y busca una pila de diarios. En todas las casas se guarda el del día; por algún lado tiene que haber. La encuentra arriba de la heladera. La música de afuera se escucha acolchonada, tapada. Vuelve al lavadero, saca una escoba y palita del armario, vuelve al frío pelado. Junta los pedazos como si fuera lo último que le tocara hacer en la vida, con la dedicación con la que lo haría una madre para que sus hijos descalzos no se corten los pies. 

Ahora está devuelta en el perímetro de la ronda de baile, no tiene más ganas de ir al baño y tampoco se preocupa porque ya sabe dónde está la llave de la casa. Pero tiene frío y sueño. Su amiga no aparece y va a aparecer solo cuando se haya hecho de día, única alarma que vale para los enamorados fugitivos. Faltará una hora, por lo menos, para el toque de queda. 

En la barra pide por favor una cerveza por séptima vez. El barman le sonríe.

Sos la primera persona en toda la fiesta que me pide por favor que le alcance algo.

- ¿Y eso te sorprende?

- Me sorprende la educación en medio de tanta ebriedad.

- Pero yo no estoy borracha.

- No, ni ahí che. Tomá. 

Le guiña un ojo y ella no entiende qué es lo que acaba de pasar. A veces los hombres creen estar seduciendo pero más bien lo que hacen es insultar. A ella no la hace sentir especial haber sido educada. Si algo, la indigna que la feliciten por hacer lo correcto. El alcohol no debería excusarnos de las reglas básicas de convivencia en sociedad, pero se acuerda de que se secó con la toalla de manos después de hacer pis y tanto palabrerío filosófico se desvanece. A veces tanta consciencia de sí misma le impide reflexionar, porque todo pensamiento termina siendo hipócrita. 

Queda con su lata de cerveza observando la interacción humana, un poco aliviada porque nadie se le acerca, otro tanto esperando que algún valiente lo haga. En la galería de la casa hay unos pibes tirados en los sillones, fumando. Atrás suyo hay parejas desparramadas por el jardín agarradas de las manos- su amiga no está ahí- ronditas de gente haciendo cariocas, borrachos sin remedo mirando el cielo boca arriba mientras agonizan. En la barra, para variar, hay una multitud de gente acumulada, hombres y mujeres que como ella, quieren alcohol para sobrevivir a estas horas en las que definitivamente el hombre no está hecho para mantenerse despierto. O vivo. O nada. El hombre a las 5 de la mañana no debería hacer nada. Solo dormir, que es básicamente eso.

La cerveza está helada, sus manos también, pero por suerte puede tomarla despacito y no tiene que tirarla por la mitad. Piensa en irse, en meterse en el auto de alguno de los que se van allá a lo lejos y pedirles por favor que la alcancen, que está acá cerca, pero después se acuerda de que su amiga se queda a dormir en su casa y no puede abandonarla. Para qué sigue invitando amigas a dormir después de salir, no tiene idea. Siempre es la misma historia, ella esperándolas para poder irse. Decide seguir tomando cerveza hasta que le den ganas de hacer pis otra vez y en medio de esa resolución mira a su izquierda y se encuentra con el chico que se había cruzado en la puerta del lavadero, solo, con una mano en el bolsillo, con la capucha del buzo puesto, con la otra mano sosteniendo una lata de birra. La mira, se acerca y levanta su cerveza. Ella se la choca. 

¿Por qué brindamos?

- Por la decadencia. Por la vitalidad.

- Qué filosófico.

- Es la hora. O el alcohol.

- Y, eso es lo bueno. A esta hora se puede culpar al alcohol de casi todo.
Se ríen juntos y se quedan en silencio escuchando una canción bien berreta de alguna banda argentina o uruguaya, una de esas. No conoce al muchacho, pero una telaraña invisible los acaba de envolver en complicidad. No tuvieron que decirlo pero ambos quieren estar acompañados solo por no parecer solos. 

Empieza a clarear y los autos se mueven en caravana. En el pasto finalmente se pueden ver los vasos sucios, las latas vacías y las botellas rotas. Las pisadas de barro y la resiembra que vendrá en aquel jardín. Desde adentro de la casa, por el ventanal del living que estaba cerrado con llave, sale su amiga agarrada de la mano de su chico. Se acercan. Las dos mujeres se sonríen, cómplices.

¿Vamos?

- Vamos.

Busca una bolsa que sirva de tacho y tira la lata con el resto de cerveza que le quedó. Avanza unos pasos más atrás de su amiga y su saliente, agradecida por que su amiga esté con alguien caballero que las alcance hasta su casa. Se da vuelta un segundo y ve que el chico con el que brindó sigue ahí parado, mirándola, con una mueca de sonrisa pero no del todo. Como si quisiera decirle algo, levanta una ceja. Ella lo saluda con la mano y él levanta una vez más la lata de cerveza, brindando al aire.


La noche se terminó y una vez más, sigue viva. Todos siguen vivos. No fue tan grave, la espera su cama calentita y eso es lo único que importa. En dos meses, cuando la vuelvan a invitar a otra fiesta así, ya se va a haber olvidado de las ganas de hacer pis, de la soledad, de la música pedorra. Solo se va a acordar de esa necesidad primitiva de bailar y emborracharse. Quizás, hasta vuelva a tener un cómplice que como ella, logre sentirse superior viendo la involución humana; imagen que puede ver porque en el fondo como todos, ni más ni menos, ella también es parte de eso.

1.3.16

La gran belleza

Esta anciana que está de visita le pone los pelos de punta. Le da vergüenza admitirlo, pero le tiene pavor. Sospecha que a los que recién la conocen les pasa igual. Cansados, con bolsas y ojeras que cuelgan, sus ojos negros están rodeados de párpados lastimados, rojos. Esa presencia gris le alborota el cuerpo, le eriza los pelos. Él, que está más cerca del infierno que del cielo, cree prenderse fuego cada vez que ella le pasa por al lado. Esas arrugas infinitas, que parecen hundirse hasta el centro de su ser, lo llevan a las películas de terror de su infancia, a brujas con ojos de vidrio que siempre fueron brujas viejas. Y feas. Pero esta señora es monja, es santa, es buena. No debería tenerle miedo, ¿pero por qué tiene que ser tan fea? ¿O será que lo intimida? El otro día se la encontró durmiendo en el piso del living y el corazón le quedó latiendo a mil por hora del susto durante un buen rato. La humildad de esta viejita la lleva a evitar las camas, las comodidades y los lujos. ¿Será cierto, o es todo un truco? Probablemente sí, al final, sea todo un truco.

Al fin y al cabo eso fue su propia vida: mucho buscar y encontrar tan solo un poco de verdad escondida bajo el sedimento de los murmullos y el ruido. El silencio, el sentimiento, la emoción, el miedo y todo el bla, bla, bla, bla. Después, cuando ya no quedó más nada, divertirse. Hubo un momento, al principio de todo, cuando creyó que haría cosas importantes. Con corazón de joven idealista y la habilidad de un escritor profesional, imaginaba su futuro rodeado de profundidad, de verdad, amor y genuina adoración. 

Esta mujer lo incomoda- más allá de sus arrugas siniestras y mirada violenta, penetrante- porque si en la vida hay varios caminos para andar, está claro que tomaron los opuestos. Podría haber sido el mismo, ¿por qué no? Pero él prefirió los lujos, la diversión y los excesos, fruto de un único destello de brillantez. Ella, en cambio, eligió la santidad. Qué significa la santidad, cómo se llega y por qué alguien querría elegirla, lo desconoce absolutamente. 

Una madrugada cálida de primavera se acerca con su insomnio a la terraza y queda paralizado ante la imagen surreal que tiene en frente. La santa, de espaldas, con su hábito azul, observa en silencio a un centenar de pájaros enormes que descansan sobre el borde. Están todos desparramados por el piso, por el alféizar, el techo atrás suyo, las sillas y la mesa. El cuidador de la señora está a un costado y sonríe, tímido, mientras se toma un café y le explica que estos flamencos están migrando, pero que ahora, descansan. Varios picotean restos de comida. No trata de sacarlos, se queda quieto, no sabe bien cómo reaccionar. Trata de entender cómo llegaron a estar posados sobre su balcón, en el medio de Roma, frente al Coliseo, un jueves a las seis de la mañana, cien flamencos rosas que parecen ignorar la presencia de humanos por completo. En la decadencia de esta ciudad eterna aun queda algo de magia, empieza a creer.

De repente, la mujer se incorpora un poco en su banquito, y dice: “¿Sabías que yo conozco los primeros nombres de todos estos pájaros?”

No sabe bien qué responder. La anciana parece estar senil. 

“¿Por qué nunca escribiste otro libro?”

Él se paraliza, porque por primera vez esta mujer escalofriante le dirige la palabra, con una voz arenosa, ancestral. No solo le habla, sino que le hace una pregunta. El cuidador lo mira y mueve su cabeza, dandole a entender que le toca responder y que más vale que lo haga rápido.

Duda un segundo, y le explica, con un tono jocoso, riéndose de sí mismo: “Buscaba la gran belleza… pero… nunca la encontré”. 

La ciudad todavía duerme. Un flamenco levanta un ala y se saca un insecto con el pico. Atrás, la cúpula de San Pedro y el negro de la ciudad contrastan con el rosa anaranjado del amanecer.

Después de unos minutos, la santa responde:

“¿Y sabés por qué yo solo como raíces?”

Él la mira con compasión y le responde divertido, pero sin demasiado interés. 

“No… no, por qué?”

La monja se da vuelta con una lentitud imposible. Ahora, más que nunca, nota la infinidad de arrugas que la cortan la cara en todas las direcciones. Mientras los flamencos arrullan, responde: “Porque las raíces son importantes”.

Se incorpora, vuelve a mirar hacia el amanecer y sopla muy despacio con su boca. Con esta señal, los pájaros levantan sus alas y vuelan hacia el sol en caravana. Roma despierta lenta de su sopor, las sombras se desdibujan en los callejones, la mitad del Coliseo está iluminado, la cúpula de San Pedro todavía en la penumbra. Los flamencos se alejan cada vez más, hasta convertirse en puntos negros en el horizonte. Siguen migrando. 

Él sospecha que la anciana está sonriendo con la boca bien abierta, mostrando sus encías, los dos dientes que le quedan, divertida con algo que él ignora completamente y que todavía le queda entender. Incómodo, se apoya en el marco de la puerta sin animarse a avanzar pero sin querer retroceder tampoco.

El ayudante, en cambio, está fascinado, levanta los brazos con sorpresa y admiración, seguro de haber sido testigo de algo irrepetible. 

Puede que sí, puede que haya sido algo especial, porque sin saber por qué ya no le tiene más miedo a la santa.

Quizás, esto que acaba de pasar sea la única belleza que va a encontrar en lo que le queda de vida. Quizás, como todas las cosas buenas, la belleza llega cuando uno menos la espera.