23.7.15

Remolinos

Se lima las uñas, trata de pensar solo en eso. Si se concentra lo suficiente, quizás lo logre. Los dedos índices no le terminan de quedar parejos y hay un pellejito molestísimo en su anular que si se saca, le sangra el dedo. Su paciencia tiene un límite.

En eso, se le filtran imágenes paganas, cortocircuitos en la memoria. Un mensaje sorpresivo, ese bar con cortinas de encaje en donde le leyó algo de Milan Kundera y cuando terminó se emocionó tanto que se tuvo que levantar para ir al baño. Vinos tintos en la plaza, el moco que se le escapó cuando él le hizo ese chiste malísimo sobre caballos de carreras, cuando jugaron a esconderse en un museo a la hora del cierre.

Como en una calesita donde no puede agarrar la sortija, van pasando estos recuerdos uno atrás de otro. Siente que se le va formando una pelota de plomo en el medio de la garganta. Hace fuerza, como si pudiera expulsarla o disolverla respirando hondo, pero la muy perra está ahí firme, sin indicios de retirarse. Y cuando ya entiende que no se va a ir, le empiezan a temblar los labios. Tiene que dejar de limarse las uñas porque se le forma una persiana de agua que le tapa la vista. Ya se vuelve inevitable: se refriega con las mangas del sweater, se tapa un poco la cara, pero sigue temblando y nadie lo nota. La persiana se vuelve catarata. Está sola, sentada contra la ventana en la fila 26, y nadie lo nota. 

De repente está en movimiento, en el aire, se siente casi vertical. Su cuerpo, descontrolado. Nadie la ve, nadie la escucha. Algunos rezan, otros ven revistas. Ella ve el cepillo de dientes rojo que está de más en su baño y piensa en que lo va a tener que tirar a la basura cuando llegue.

El espacio vuelve a ser simétrico y las lucecitas se apagan con un “ding”. Se escuchan ruidos metálicos, pasos acolchados que van y vienen. Ella agarra su libro, pero está trabada en el mismo párrafo hace más de 15 minutos.

Lee escuchando la conversación de atrás. ¿Qué acaba de leer? Relee, y piensa seriamente si prefiere pastas o carne. Relee, y se acuerda que lo conoció tarareando canciones de Nino Rota mientras se tomaban una cerveza caliente. Relee, y le da calor pensar en sus dedos ásperos y sus caricias de seda. Relee, hace el intento una última vez, pero ya el castellano deja de tener sentido. Cada palabra le es ajena, las oraciones no tienen lógica. Ya son demasiadas las cosas que no puede entender.

Cierra el libro y una aguja de tejer muy larga baila en su pecho. Le hace cosquillas, pero son de las que no le gustan. Suplica al cielo que está cerca suyo: por favor basta. Su cerebro le hace espuma. Sabe que está echando sal en un lugar donde no debe, pero esto que le pasa la hace sentir viva. No sabe cómo frenarlo.

Le duele la necesidad. Le duele saber que las cosas no cambiaron en todos los lugares que alguna vez caminó con él. Se va a acordar siempre de la vez que se tropezó a orillas del Sena y él, en vez de ayudarla, se tuvo que sentar por la risa que le causó. Para él quizás no tenga importancia, y ya lo olvidó. O, cuando en su timidez, trató de decirle en secreto que la quería y en cambio le mordió un cachete. Semanas más tarde le confesó la verdadera intención de ese arrebato, y ella, emocionada, le clavó los dientes en un brazo. No puede olvidarse del calor dulce en el aire cuando caminaron una tarde sin rumbo por el Trastevere. El sol ya se escondía, pero seguía susurrando entre las baldosas, el asfalto, en las paredes gastadas y amarillentas de los callejones. Nunca voy a poder volver a Roma, piensa.

Mira por la ventana al cielo inabarcable. Las nubes aparecen y desaparecen con el titilar de las luces del avión. Se le van cayendo los párpados y cuando ya no se abren, se duerme sin soñar.

16.7.15

El horror

Sí, el horror de la sangre metálica, dulce y espesa.

Los ojos desorbitados, desencajados, hipnóticos. Cuando nuestra lengua vibra nos hace cosquillas a los costados, en la punta de la lengua, en el paladar. Perdemos noción de todo menos de lo que pasa ahí adentro. 

Quizás la fascinación sea el morbo. Es su deber cuidarlo, pero elige arrancarle la cabeza con los dientes, heliogábalo, incontrolable. Es una obligación velar por su vida, pero es él quien se la quita. 

Tiene las uñas largas, filosas como cuchillo de porcelana, y se las clava en sus costillitas de bebé frágiles, que crujen como una hoja en otoño. La piel es suave, sedosa. La carne, plastilina; se hunde y se amolda con facilidad. Podría acariciarlo, arroparlo y cantarle una canción de cuna hasta que sus pestañas caigan. En vez elige tomarle un brazo y estirarlo; estirarlo hasta que se desencaja con un "clack" y sus tendones saltan hacia todos lados como un tejido de lana desarmándose. 

Ella no lo entiende, pero le tiene miedo y por eso lo respeta. Cuando es la hora del festín pantagruélico, solo calla. Él tampoco se lo podría explicar, pero sabe, presiente- espera que no sea cierto- pero en el fondo, lo sospecha: uno de estos engendros le robará todo lo que tiene. No puede amarlos ni debe hacerlo. Es su destino condenarlos a la inexistencia.

El ritual tiene sus pasos. Llega uno al mundo envuelto en líquido viscoso, y antes de que su madre lo pueda limpiar, él se lo arrebata, se encierra, y mientras sigue vivo le hace un corte en una vena mayor con sus uñas; casi como si fuera una caricia. El engendro se retuerce, todavía con vida, y con la sangre caliente corriéndole por las venas. Él se relame, se desespera por su gula, y el pelo gris y reseco de su barba se humedece con su saliva, se tiñe de rojo. Va parte por parte- su preferida son los intestinos, que traga como si fueran fideos pasados, rellenos, salados y jugosos- hasta que llega al final y se chupa los dedos. Eructa fuerte, satisfecho, porque una vez más mantuvo el orden y su lugar. 

Se limpia y mira lo que hizo; siente culpa por un segundo. Después entiende que esto que le toca hacer es ineludible: el tiempo todo lo devora. 

Saturno devorando a un hijo, Francisco de Goya

10.7.15

Un viaje en tren

Cuando nos encontramos en Budapest, Luis me contó que le habían robado sus auriculares en Praga. Por eso, iba a sufrir un poco más cada viaje en tren. Yo me reí con ganas. Le dije que se comprara otros: parecía que a su cara le faltaba algo.  
No es que no pudiera comprarse unos nuevos: no quería. Tenían demasiado valor sentimental como para reemplazarlos “así nomás”, y de todas maneras, el universo tiene sus formas de mandar señales. Con ese consuelo al estilo la zorra y las uvas nos tomamos un nuevo tren, esta vez con destino a Varsovia.
Le pregunté si quería mis auriculares; me dijo que no. “Vivir nuevas experiencias, gorda, vivir nuevas experiencias”. Sonaba a adicto en proceso de recuperación.
Me dormí cinco de las ocho horas que estuvimos encerrados en la cabina; y él trataba de mantenerse despierto con mucha fuerza. Era el pequeño Alex con ganchos en los ojos. 
En ese tiempo, Luis se imaginó una vida que nunca tuvo. Pasamos por praderas de flores amarillas que se multiplicaban interminablemente, de esas que te aturden con su fosforescencia, que si miras mucho tiempo te hacen perder noción de la realidad.¿Y esa vida? ¿A dónde se fue? Despertar en el medio del campo, con la luz tenue del sol frío filtrándose por las persianas, caminar todavía medio dormido y con los ojos pegados de lagañas hasta la cocina, sentarte, y que el marrón te espere sobre la mesa: en la madera, un café, unas tostadas medio quemadas pero que sabes que podes salvar si las raspas un poquito, mermelada naranja, mermelada roja, mermelada amarilla, las mermeladas otoñales. Terminar el desayuno y abrigarte con el saco de polar de tu papá que te queda hasta las rodillas, salir, y jugar a encontrar formas en las nubes, mientras las flores amarillas te acosan por abajo, por arriba, por las costillas. Encontrar a tu perro, encontrar una carpa de circo, una pelota de basquet, no, de fútbol, no, de tennis, si, de tennis; una rueda de camión, una herradura de caballo, una calesita, una serpiente al ataque, una cala, una galera, una copa, un cazador con una escopeta, un dedo señalando al infinito, un dedo señalándote a vos. 
El tren frenó en pueblos perdidos con nombres que Luis no lograba pronunciar ni en su cabeza, con muchas doble ves y zetas, y demasiadas tildes que desafinaban. En uno de tantos, vio casitas de piedra, de la edad de piedra, vio hombres de piedra, adoquines en armonía. En una de las estaciones, un señor mayor estaba sentado en el banco de la parada. Su boina cuadriculada estaba pegada a su cabeza (seguro que era pelado). Su saco de corderoy estaba mal abrochado, y acariciaba un bastón con cabeza de águila de metal en el mango. Lo acariciaba como si fuera su mascota, miraba hacia adentro del tren como intentando encontrar a alguien. No amagó a subirse; nadie se bajó. Y sin embargo, el hombre esperaba con la espalda erguida, muy formal, con convicción, al eco de otro tiempo. 
Las películas se inspiran en esto, pero nunca vamos a saber a quién estaba esperando ese polaco, pensó Luis.
“La vida es esto, ¿entendes?”, le susurró el polaco en sueños, moviendo los labios en otro compás, fuera de sincronía, pero con doblaje al español: “La vida se te va. La vida se te va esperando fantasmas que nunca sabrás si llegaron, porque los fantasmas son invisibles”.

6.7.15

Infinidad de atardeceres

Clara llega al final de su vida. 

Llega al final de su vida y solo le queda recordar antes de que el tiempo termine de cubrir todo de polvo.

Cuando se acuesta en su sillón de plumas, se hunde en él y siente el calor del fuego de la chimenea en sus cachetes.

Se acuerda de tocar la arena seca dejando que sus dedos se sumerjan en ella; de agarrarla y espolvorearla de una palma a la otra, de jugar a encontrar los pedazos que se convertían en piedras frágiles, y destruirlos con una fuerza imaginada. 

A Clara le gustaban los atardeceres porque el olor a mar y algas le hacía acordar a su familia; a los gritos de final del mundo de sus hermanos peleando mientras jugaban a las paletas y al golpe esporádico de la pelota- María, su hermana menor, nunca había sido muy buena, por eso el golpe era esporádico.

El olor a mar y algas, a pescado feo pero no, le recordaba al calor del verano y al frío de las manos de su madre esparciéndole protector solar por la espalda y la cara, y la risa de su hermano Juan porque le quedaba blanco el cachete, y al gusto metálico a protector que sentía cuando se lamía los labios sin querer. 

Clara sabía que el sol se había puesto porque escuchaba los aplausos de la gente, y eso la emocionaba. Le gustaba saber que aunque el calor se iba, el ruido del mar permanecía constante. El romper de las olas en la orilla susurrando secretos; y acercarse hasta ahí y sentir escalofríos por los hombros cuando el agua helada le tocaba los pies. 


En el sillón de plumas que se acomoda a su cuerpo, mientras la leña cruje a su ritmo, mientras las chispas estallan de a millones, Clara se va quedando dormida, y recuerda todo esto. Sueña que toma arena seca pero se le escapa por entre los dedos, una y otra vez.