1.3.16

La gran belleza

Esta anciana que está de visita le pone los pelos de punta. Le da vergüenza admitirlo, pero le tiene pavor. Sospecha que a los que recién la conocen les pasa igual. Cansados, con bolsas y ojeras que cuelgan, sus ojos negros están rodeados de párpados lastimados, rojos. Esa presencia gris le alborota el cuerpo, le eriza los pelos. Él, que está más cerca del infierno que del cielo, cree prenderse fuego cada vez que ella le pasa por al lado. Esas arrugas infinitas, que parecen hundirse hasta el centro de su ser, lo llevan a las películas de terror de su infancia, a brujas con ojos de vidrio que siempre fueron brujas viejas. Y feas. Pero esta señora es monja, es santa, es buena. No debería tenerle miedo, ¿pero por qué tiene que ser tan fea? ¿O será que lo intimida? El otro día se la encontró durmiendo en el piso del living y el corazón le quedó latiendo a mil por hora del susto durante un buen rato. La humildad de esta viejita la lleva a evitar las camas, las comodidades y los lujos. ¿Será cierto, o es todo un truco? Probablemente sí, al final, sea todo un truco.

Al fin y al cabo eso fue su propia vida: mucho buscar y encontrar tan solo un poco de verdad escondida bajo el sedimento de los murmullos y el ruido. El silencio, el sentimiento, la emoción, el miedo y todo el bla, bla, bla, bla. Después, cuando ya no quedó más nada, divertirse. Hubo un momento, al principio de todo, cuando creyó que haría cosas importantes. Con corazón de joven idealista y la habilidad de un escritor profesional, imaginaba su futuro rodeado de profundidad, de verdad, amor y genuina adoración. 

Esta mujer lo incomoda- más allá de sus arrugas siniestras y mirada violenta, penetrante- porque si en la vida hay varios caminos para andar, está claro que tomaron los opuestos. Podría haber sido el mismo, ¿por qué no? Pero él prefirió los lujos, la diversión y los excesos, fruto de un único destello de brillantez. Ella, en cambio, eligió la santidad. Qué significa la santidad, cómo se llega y por qué alguien querría elegirla, lo desconoce absolutamente. 

Una madrugada cálida de primavera se acerca con su insomnio a la terraza y queda paralizado ante la imagen surreal que tiene en frente. La santa, de espaldas, con su hábito azul, observa en silencio a un centenar de pájaros enormes que descansan sobre el borde. Están todos desparramados por el piso, por el alféizar, el techo atrás suyo, las sillas y la mesa. El cuidador de la señora está a un costado y sonríe, tímido, mientras se toma un café y le explica que estos flamencos están migrando, pero que ahora, descansan. Varios picotean restos de comida. No trata de sacarlos, se queda quieto, no sabe bien cómo reaccionar. Trata de entender cómo llegaron a estar posados sobre su balcón, en el medio de Roma, frente al Coliseo, un jueves a las seis de la mañana, cien flamencos rosas que parecen ignorar la presencia de humanos por completo. En la decadencia de esta ciudad eterna aun queda algo de magia, empieza a creer.

De repente, la mujer se incorpora un poco en su banquito, y dice: “¿Sabías que yo conozco los primeros nombres de todos estos pájaros?”

No sabe bien qué responder. La anciana parece estar senil. 

“¿Por qué nunca escribiste otro libro?”

Él se paraliza, porque por primera vez esta mujer escalofriante le dirige la palabra, con una voz arenosa, ancestral. No solo le habla, sino que le hace una pregunta. El cuidador lo mira y mueve su cabeza, dandole a entender que le toca responder y que más vale que lo haga rápido.

Duda un segundo, y le explica, con un tono jocoso, riéndose de sí mismo: “Buscaba la gran belleza… pero… nunca la encontré”. 

La ciudad todavía duerme. Un flamenco levanta un ala y se saca un insecto con el pico. Atrás, la cúpula de San Pedro y el negro de la ciudad contrastan con el rosa anaranjado del amanecer.

Después de unos minutos, la santa responde:

“¿Y sabés por qué yo solo como raíces?”

Él la mira con compasión y le responde divertido, pero sin demasiado interés. 

“No… no, por qué?”

La monja se da vuelta con una lentitud imposible. Ahora, más que nunca, nota la infinidad de arrugas que la cortan la cara en todas las direcciones. Mientras los flamencos arrullan, responde: “Porque las raíces son importantes”.

Se incorpora, vuelve a mirar hacia el amanecer y sopla muy despacio con su boca. Con esta señal, los pájaros levantan sus alas y vuelan hacia el sol en caravana. Roma despierta lenta de su sopor, las sombras se desdibujan en los callejones, la mitad del Coliseo está iluminado, la cúpula de San Pedro todavía en la penumbra. Los flamencos se alejan cada vez más, hasta convertirse en puntos negros en el horizonte. Siguen migrando. 

Él sospecha que la anciana está sonriendo con la boca bien abierta, mostrando sus encías, los dos dientes que le quedan, divertida con algo que él ignora completamente y que todavía le queda entender. Incómodo, se apoya en el marco de la puerta sin animarse a avanzar pero sin querer retroceder tampoco.

El ayudante, en cambio, está fascinado, levanta los brazos con sorpresa y admiración, seguro de haber sido testigo de algo irrepetible. 

Puede que sí, puede que haya sido algo especial, porque sin saber por qué ya no le tiene más miedo a la santa.

Quizás, esto que acaba de pasar sea la única belleza que va a encontrar en lo que le queda de vida. Quizás, como todas las cosas buenas, la belleza llega cuando uno menos la espera.