30.9.16

Agustina

Agustina me llama. Yo estoy en casa, durmiendo una siesta, y Agustina me llama por teléfono. Mi celular está en silencio, no tengo forma de escucharlo. Me suena el fijo, que solo suena cuando Telefónica quiere que complete encuestas. No se por qué atiendo, probablemente porque en mi sopor lo primero que me sale es estirar la mano al aparato de la mesita de luz. 

“Si mañana no entrego la monografía, recurso”, me dice. 

Me cuesta entender de qué habla, acordarme de una monografía que yo entregué hace un mes y hasta asociar para qué materia es que nos lo pidieron. Le digo que espere un segundo. La persiana está por la mitad, la luz de la tarde me inunda el cuarto pero me falta el aire. Me levanto a prender el ventilador y abrir la ventana. Vuelvo a la cama y agarro el teléfono. 

“¿Por qué ya no me parece raro? En algún momento vas a terminar recursando, ¿sabes?”
No sé por qué le digo eso. Me sale del alma. De repente se me atora un poquito de bronca en la garganta y es lo primero que puedo soltar para poder volver a respirar con normalidad. Del otro lado, silencio. Vuelvo a sentir la garganta trabada, pero esta vez con un poquito de culpa. 

“Bueno, a ver, ¿cuánto tenés hecho?” 

Agustina deja todo para último momento. Cuando pasa el momento, lo sigue dejando pasar y termina logrando que todos se acomoden a sus tiempos caprichosos. Me incluyo en la vorágine. 

“Tengo el tema pensado y ya escribí dos hojas. Me faltan cuatro y tengo que incluir bibliografía, que no tengo nada”, me dijo. Suena a presa en un confesionario. Claramente, necesita mi ayuda y claramente, no me la va a pedir. Para variar, va a esperar a que yo se la ofrezca. No quiero hacerlo. Me parece que corresponde hacerla sufrir un poco y que entienda que no siempre voy a estar ahí para ayudarla. O sí, qué se yo. Espero por el bien de ambas que no. 

A veces me cuesta ponerme en su lugar, tratar de entender cómo funciona ese cerebro procrastinador. Pero la veo tan inocente, tan chiquita y tierna y frágil, que no me queda otra que ayudarla. No sé qué haría sin mí. No sé quién la ayudaría si no lo hiciera yo. Quizás me gusta sentirme importante cuando lo hago. Quizás solo soy una amiga incondicional. La pregunta es qué hace ella por mí; pero no es una pregunta para hacerse ahora. 

-“Pasame lo que tengas y yo te paso bibliografía que pueda servirte. Si querés te ayudo a escribir todo el desarrollo y cuando esté listo vos hacés la conclusión, ¿te parece?”. 

-“Soy malísima haciendo conclusiones. ¿No me ayudas con eso mejor?” 

Suspiro. Le digo que me tengo que dar una ducha y después me siento a escribir; que me vaya compartiendo el documento en Google Drive así lo hacemos al mismo tiempo. 

Me baño y me siento en mi escritorio con una toalla en la cabeza. Abro la compu, entro al Documento compartido. En la hoja se lee el tema: “La influencia de ShowMatch en la toma de decisiones políticas de los ciudadanos”. Y en una lista de palabras sueltas: índice, introducción, desarrollo, conclusiones, bibliografía. Nada más. 

Agustina está en línea en el documento. Ve que lo estoy viendo y sé que sabe que estoy queriendo darme la cabeza contra el mueble de madera. ¿Para qué decidí ayudarla, otra vez? 

Escribe en la hoja semi en blanco y yo veo cómo las letras van apareciendo: “Sos la mejor amiga del mundo y no sé qué haría sin vos. Tkm mucho!! (signos de exclamación)”.


Marco un enter y escribo: “Te odio. Me debés un Fernet”. Otro enter y empiezo: “Como dijo Habermas en su libro “Acción comunicativa”...” etc etc. 

14.9.16

Héctor

Trabaja en un pseudo-búnker. No hay señal, no le llegan los WhatsApp de Silvia que le dicen cómo está la beba. Le toca sentarse al lado del baño,  donde la gente entra y sale, la puerta hace ruido, las cañerías truenan y el lavamanos es incesante. Después la puerta queda abierta y el olor le llega directamente. Solo a él, mientras intenta hacer funcionar el wifi. 

Llega todos los días a las 9 am puntual, cuando la oficina todavía está desierta, cuando la única computadora que carbura es la suya. A medida que van entrando para firmar los ingresos, se va escuchando un rumor cada vez más pronunciado. A eso de las 11 am el equipo está completo y el griterío es insoportable. Héctor tiene que presupuestar, anotar, calcular, pero tiene a tanta gente encima suyo que las restas le salen sumas y las divisiones le salen multiplicadas. Al mediodía los jóvenes almuerzan; Lucas cuenta que perdió por goleada en el partido del domingo con los pibes, Sandra recomienda a su colorista en una peluquería del barrio, Guadalupe pide consejos porque no sabe qué hacer con el chico que le gusta. Héctor trata de redactar un informe, una y otra vez, pero las voces que se superponen y hablan cada vez más fuerte le impiden cualquier tipo de actividad mental.

Pasa el almuerzo, se hacen las 3 de la tarde, a esta hora empieza la maratón. Todos corren de acá para allá, se desviven por su tarea diaria, gritan, van, vienen. Héctor termina el informe como puede y se lo entrega a su jefe, que tiene 30 años menos, para que se lo apruebe. No se lo aprueba. Le pide que corrija algunas mayúsculas, tildes, y que cambie la palabra “pedir” por “solicitar”. Arregla lo último pero no logra encontrar las tildes que faltan y las mayúsculas fuera de lugar. Lee, relee, y nada. En el centro de su estómago se le forma una pelota de comida no digerida que exige ser expulsada. A las 5 tiene que estar en su casa en Morón para llevar a Silvia con Mora al médico. No sabe a quién pedirle ayuda, ¿debería saber sobre tildes? Nunca antes le habían exigido este tipo de cosas. Antes no sería importante, se le ocurre. 

Mueve el pie izquierdo en un tic nervioso, con la necesidad de frenar el tiempo o de volverse un redactor brillante. Pasa Sandra por atrás suyo, le pregunta si necesita ayuda con algo. Héctor suspira, un poco aliviado un poco avergonzado, y fijándose que no esté su jefe a la vista, le dice que necesita un chequeo del informe. Sandra va al baño y cuando sale le dice: “Los meses del año van en minúscula. Ah… y fijate que “este” ya no lleva tilde”. 

Héctor no entiende por qué su jefe no podía tomarse el trabajo de decirle directamente esos errores. Héctor no entiende casi nada, especialmente el estrés de todos estos chicos por las cosas “urgentes”. Lo que es urgente casi nunca suele realmente serlo. Lo que realmente importa es lo importante. Pero nadie se da cuenta, en este lugar todos trabajan como si de la vida o la muerte se tratara, ponen en juego toda su vida por unas mortales horas dentro de ese búnker sin señal y sin Instagram. 

Se hacen las 4 y Héctor firma la planilla de salida. 

Hasta mañana, chicos”- les dice a todos.


Lo despiden los dedos tecleando en las computadoras, las miradas fijas en las pantallas, la mano ausente de uno de los que se sienta al fondo. Mañana, y quizás siempre, será igual.