19.1.11

Pandemia

Nunca en la vida había sentido tanto miedo. Le pedí por favor que se fuera, que no fuera egoísta. No me hacía caso. Simplemente me miraba con la mano apoyada contra el vidrio, y con esa cara implorante de piedad, con esos ojos enormes y tristes. Si entraba, yo me moría. Si no entraba, ella se moría. Era mi vida o la suya, mis diecisiete años o sus diez. Yo permanecía en la cama, atada a cadenas invisibles. Tenía miedo de moverme, tenía miedo de todo. Cualquier cosa que hiciera determinaría mi destino. Esto es un sueño, pensé. Esto es un sueño. No parecía uno, sin embargo. La pequeña me seguía mirando. Yo temblaba. Acercó su mano infectada a la manija de la puerta. Le grité que no lo hiciera. La torció 45 grados hacia la derecha. “No…”- suspiré, derrotada.
    De repente cambió la imagen. Me hallaba en el camarote de un barco. Había mapas, libros, relojes, lápices, brújulas; pero también había muchísimo polvo. Parecía estar abandonado. Y el barco estaba techado, era como un submarino. Cuando salía me encontré con Ana, que corría por los pasillos y gritaba de la desesperación. Decía que una niña rubia quería entrar, y pedía refuerzos en las entradas porque con solo poner un dedo dentro de la nave, moríamos todos. “No puede ser”, es lo único que pensé. ¿Cómo había hecho para salir del cuarto? ¿Qué había pasado con la niña?
    Ana se perdió en la oscuridad de los pasillos y yo seguí sola rumbo norte, según indicaba la brújula que había tomado del camarote. A medida que iba recorriendo el submarino, una sensación conocida me iba invadiendo. Era miedo, desesperación, sensación de encierro. La imagen de esa chica rubia apoyada contra el vidrio no se me salía de la cabeza. Me perturbaba.
    Al final de un pasillo bastante luminoso, encontré una puerta en donde se leía “Privado”. Me acerqué lentamente, con la certeza de que no por nada se leía esa palabra en la entrada. Pero cuando me hallaba tan solo a dos metros, oí voces. Eran conocidas.
- “No, llévate esto. Es mejor.”
- “Pero éste tiene mas colores. Me llevo los dos.”
    Toqué la puerta y la abrí sin esperar respuesta. Se me paró el corazón. Nunca en la vida había visto algo así. Era un salón inmenso, del tamaño de un supermercado, y tenia filas y filas paralelas de mesadas con espejos. Abajo había placares. Miles y millones de placares y cajones. Parecían no terminar mas. Y en el centro del salón, como por arte de magia, revisando, estaban Inés y Paz.
- “¿Que hacen acá chicas?”
- “Mira, esta lleno de pinturas, cajas y cajas de maquillaje sin usar, ¡agarra algo!” -me gritó, desaforada, Paz.
- No, ¿Qué hacen en este barco?
- No es un barco, es un submarino. Nos están salvando de la pandemia- contestó Inés, intelectual, como siempre.
    Me acerqué un poco para ver de que se trataba, y como si supiera de qué pandemia hablaban y como si todo fuera tan normal, me arrodillé y me puse a buscar un delineador negro, que me venía haciendo falta.
    Resulta que este salón había sido de la dueña anterior del submarino, una vieja actriz o algo así. Había muerto a causa de la enfermedad y su cuarto de belleza estaba intacto. “Nos dejaron llevarnos todo lo que quisiéramos”, me explicó Paz. Nunca me dijo quiénes las habían dejado. Tampoco quería saber.
    Apagón.
    Aparecí en la cama, nuevamente; la chiquita mirándome fijo, nuevamente. “Esto es un sueño. Y se acabó.” Entonces me desperté. Estaba en la cama, sudada de pies a cabeza, clavando las uñas en las sábanas, con un dolor insoportable en las sienes. Me acordé, y levanté la vista hacia la ventana. Se veía el cielo; y no había ni rastros de la niña rubia.
    Pero la manija estaba corrida… 45 grados hacia la derecha.

No hay comentarios:

Publicar un comentario