Suele comenzar con una leve indigestión- a veces no tan leve- que se termina esparciendo por casi todas las partes del cuerpo más vulnerables. Sé cuando esta por pasar porque se me quita el hambre; me siento en la mesa y no puedo tragar nada por mas que lo mastique cien veces. Otros de los síntomas son la baja de presión, el cansancio inexplicable, un agitamiento constante en el pecho que no me deja dormir ni tampoco pensar con claridad. Cada vez que me encuentro ante este malestar me acuerdo del gran escritor Julio Cortázar, porque siento que en cualquier momento voy a vomitar algún conejito blanco.
El malestar suele volverse tan insoportable que me resulta imposible tolerar lo que me rodea, y mi cabeza sólo piensa en lo que me provoca semejante desequilibrio. La causa suelo saberla desde antes; tengo una habilidad para darme cuenta. Lo que no puedo hacer es prevenir lo que pasa después de la primera fase.
Creo que el peor de los síntomas es el repiqueteo constante del corazón contra el pecho. No pasa ni un segundo en que se quede tranquilo y ni un minuto en que no sienta que se me sale por la boca. Me carcome la cabeza porque mis pensamientos se llenan de eso que me provoca todo y así se filtra inconcientemente por toda mi existencia. Y entonces empieza la verdadera tortura, porque no puedo decir ni tres palabras sin que no me acuerde, entonces es ahí que me doy cuenta que no hay vuelta atrás. De esta forma ya sé que lo que ocurra a partir de ese momento me va a dejar una marca de por vida. Saberlo me hace doler la cabeza, me hace doler la panza y me hace desvelarme todas las noches.
Me gustaría saber en qué pensaba Dios cuando inventó los síntomas del enamoramiento.
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