Julia
tenía nueve años y los fuegos artificiales le daban un poco de miedo. Lo
disimulaba con una gran sonrisa, pero en el fondo el corazón le latía a mil por
hora cada vez que los sentía cerca. Historias sobre cómo había que tener
cuidado se le habían metido y no parecían irse. Había viajado por primera vez a
Estados Unidos y allá festejaban el día de la independencia el 4 de julio.
“Para
ellos es re importante el día de la independencia, es como festejar Navidad o
Año Nuevo”, le explicaba su mamá. Julia no entendía cómo ni por qué, pero
decidió que era divertido porque era una excusa para hacer un programa de noche
en familia.
A
las 7 de la tarde empezaba una seguidilla de fuegos artificiales de media hora a un costado del puente que
conectaba la isla con el resto del continente. A los costados, desde casi una
hora antes, familias enteras se acomodaron para poder tener una buena vista del
espectáculo. Guardias y policías controlaban el tráfico, a lo
lejos se escuchaban festejos y música. La expectativa era cada vez más alta, y
en el horizonte ya se vislumbraban unos cuantos shows de ciudades vecinas.
En
realidad, Julia no podía aguantarse las ganas para ir a Disney. En ese momento
lo único que le importaba- o lo único que creía importarle- era sacarse una
foto con la princesa Elsa, de Frozen. Sumergida en su imaginación, tratando de
memorizar lo que le diría en inglés cuando la viera, saltó en su lugar cuando
los fuegos empezaron a aturdirla justo encima de ella.
Sus
papás la abrazaron, uno de cada lado, y los tres juntos se dejaron hipnotizar
por la magia que se desplegaba frente a su vista. Se hizo el silencio todo a su
alrededor, los autos que pasaban por el puente quedaron silenciados, como en
una procesión funeraria. La luz llegaba antes que el sonido, y a Julia le
costaba entender eso, pero decidió guardarse la pregunta para cuando hubiera
terminado. Interrumpir el ritual o apartar la vista no eran opciones.
Pasados
unos veinte minutos, Julia perdió el miedo al impacto del sonido y se dejó
llevar por la danza de esa dinamita multicolor. Se preguntó por qué en la
Argentina nadie festejaba de esa forma el día de la independencia. Recordó
todas las veces que sus papás hablaron mal de "los políticos" y que resoplaron
mientras hojeaban el diario. Julia sintió que Estados Unidos era un país más
serio, más influyente, más grande, más todo. Un malestar le recorrió el cuerpo;
la sensación de vértigo ante tanta incertidumbre y la única convicción de que
su país nunca lograría tener a tanta gente juntándose espontáneamente o por
tradición para ver unos fuegos artificiales-pagados por el municipio del
barrio- y que encima de todo eso no ocurriera ningún accidente. La duda la arrasó: ¿era pesimismo? ¿O madurez y cordura de aceptar las cosas como son? Entendió que la
excitación de otros niños por ese festejo en realidad iba más allá del valor
simbólico. La tradición, se dio cuenta, es lo más importante que hay. Ciertas
cosas deben repetirse para poder seguir existiendo. Y no importa que un
estadounidense llegue a su vida adulta sin saber demasiado sobre la historia de
su país: lo que importa es que cuando ve la bandera rayada y con estrellas
siente orgullo, aunque no sepa explicarlo. Porque es un sentimiento, y los más
fuertes son los que no sabemos poner en palabras. Y un niño que será padre de familia
va a ser el que lleve a sus hijos a festejar el 4 de julio 16 años más tarde y
cuando ellos le pregunten qué es el 4 de julio, si es que lo hacen, él va a
sonreír y les va a responder que es el momento del año en el que se celebra ser
parte de algo tan lindo y tan grande.
Eso
fue lo que pensó Julia, pero teniendo 9 años, le faltaron las palabras para
poder decirlo en voz alta.
-"Y,
¿te gustó?", le preguntó su papá.
-"Sí"-
respondió ella todavía mirando las cenizas en el cielo- "Mucho... ¿Podemos ir a tomar un helado?"