Después de una serie de noches de
vida y días de muerte, llegué viva al domingo. Mi boca, seca. De madera. Una
rendija de luz se escapaba por la persiana, pero el resto era oscuridad. Mucha
ropa descansaba en las sillas del cuarto, zapatos embarrados y medias usadas
desparramados por el piso.
Me desperté con un grito y un
golpe. Venía soñando con una calle sin fin, en una oscuridad y una niebla
frondosa que se me acercaban más y más; y yo que quería alejarme y cuando
intentaba mover los pies, no avanzaba. El grito- no sé si realmente pasó- me
hizo saltar de la cama con un escalofrío. El corazón me latía más fuerte de lo
normal. Mi cuerpo estaba destruido. Algo andaba muy mal.
Camino al baño, en el pasillo de casa,
hay un espejo. Me paré para lavarme los dientes y equivocadamente me miré en él. No me
encontré. En cambio, vi una cara que me llenó de terror, que me hizo estremecer hasta las entrañas. Volví sobre mis pasos
para encontrarme con un rostro que no me pertenecía.
Permanecí unos segundos dejando que
el miedo me invadiera, y cuando lo hizo, me toqué los cachetes con mis manos
temblorosas. La piel que me cubría no se sentía como la mía. No era la resaca,
no era el resultado de muchas noches de frenesí. Simplemente no era yo. Me clavé las uñas
con fuerza en la frente, en la nariz, en la pera, en los párpados.
Corrí a la cama y miré al techo,
confiando en que era un sueño engañoso y todavía me quedaba despertarme. No
hubo caso: los minutos pasaban de forma real, lentos, rígidos e inexcusables. El pánico se sentía verdadero.
Fui al espejo del baño, pero otra vez: una desconocida me miraba fijo a los
ojos. Sentí un escalofrío correr por mi espalda. Náuseas. Mareos. Inodoro. Lágrimas
y sudor frío.
Me di una ducha, porque alguien me
dijo una vez que el agua lava todo lo que creemos no poder cambiar. Mi cuerpo
seguía siendo el mismo, solo que mi cara era otra. Busqué las fotos del día
anterior: todavía era yo a las 5 de la mañana. ¿Qué había pasado en el medio? ¿Cuándo
había perdido mi cara? ¿Quién me había puesto esta horrible máscara? No sabía
cómo sacármela. Y en el momento más oscuro me tapé con la almohada y
lloré con congoja, y con vergüenza,
porque supe que ese rostro horrendo me lo había puesto yo sola.
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