Clara llega al final de su vida.
Llega al final de su vida y solo le queda recordar antes de que el tiempo termine de cubrir todo de polvo.
Cuando se acuesta en su sillón de plumas, se hunde en él y siente el calor del fuego de la chimenea en sus cachetes.
Se acuerda de tocar la arena seca dejando que sus dedos se sumerjan en ella; de agarrarla y espolvorearla de una palma a la otra, de jugar a encontrar los pedazos que se convertían en piedras frágiles, y destruirlos con una fuerza imaginada.
A Clara le gustaban los atardeceres porque el olor a mar y algas le hacía acordar a su familia; a los gritos de final del mundo de sus hermanos peleando mientras jugaban a las paletas y al golpe esporádico de la pelota- María, su hermana menor, nunca había sido muy buena, por eso el golpe era esporádico.
El olor a mar y algas, a pescado feo pero no, le recordaba al calor del verano y al frío de las manos de su madre esparciéndole protector solar por la espalda y la cara, y la risa de su hermano Juan porque le quedaba blanco el cachete, y al gusto metálico a protector que sentía cuando se lamía los labios sin querer.
Clara sabía que el sol se había puesto porque escuchaba los aplausos de la gente, y eso la emocionaba. Le gustaba saber que aunque el calor se iba, el ruido del mar permanecía constante. El romper de las olas en la orilla susurrando secretos; y acercarse hasta ahí y sentir escalofríos por los hombros cuando el agua helada le tocaba los pies.
En el sillón de plumas que se acomoda a su cuerpo, mientras la leña cruje a su ritmo, mientras las chispas estallan de a millones, Clara se va quedando dormida, y recuerda todo esto. Sueña que toma arena seca pero se le escapa por entre los dedos, una y otra vez.
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