10.7.15

Un viaje en tren

Cuando nos encontramos en Budapest, Luis me contó que le habían robado sus auriculares en Praga. Por eso, iba a sufrir un poco más cada viaje en tren. Yo me reí con ganas. Le dije que se comprara otros: parecía que a su cara le faltaba algo.  
No es que no pudiera comprarse unos nuevos: no quería. Tenían demasiado valor sentimental como para reemplazarlos “así nomás”, y de todas maneras, el universo tiene sus formas de mandar señales. Con ese consuelo al estilo la zorra y las uvas nos tomamos un nuevo tren, esta vez con destino a Varsovia.
Le pregunté si quería mis auriculares; me dijo que no. “Vivir nuevas experiencias, gorda, vivir nuevas experiencias”. Sonaba a adicto en proceso de recuperación.
Me dormí cinco de las ocho horas que estuvimos encerrados en la cabina; y él trataba de mantenerse despierto con mucha fuerza. Era el pequeño Alex con ganchos en los ojos. 
En ese tiempo, Luis se imaginó una vida que nunca tuvo. Pasamos por praderas de flores amarillas que se multiplicaban interminablemente, de esas que te aturden con su fosforescencia, que si miras mucho tiempo te hacen perder noción de la realidad.¿Y esa vida? ¿A dónde se fue? Despertar en el medio del campo, con la luz tenue del sol frío filtrándose por las persianas, caminar todavía medio dormido y con los ojos pegados de lagañas hasta la cocina, sentarte, y que el marrón te espere sobre la mesa: en la madera, un café, unas tostadas medio quemadas pero que sabes que podes salvar si las raspas un poquito, mermelada naranja, mermelada roja, mermelada amarilla, las mermeladas otoñales. Terminar el desayuno y abrigarte con el saco de polar de tu papá que te queda hasta las rodillas, salir, y jugar a encontrar formas en las nubes, mientras las flores amarillas te acosan por abajo, por arriba, por las costillas. Encontrar a tu perro, encontrar una carpa de circo, una pelota de basquet, no, de fútbol, no, de tennis, si, de tennis; una rueda de camión, una herradura de caballo, una calesita, una serpiente al ataque, una cala, una galera, una copa, un cazador con una escopeta, un dedo señalando al infinito, un dedo señalándote a vos. 
El tren frenó en pueblos perdidos con nombres que Luis no lograba pronunciar ni en su cabeza, con muchas doble ves y zetas, y demasiadas tildes que desafinaban. En uno de tantos, vio casitas de piedra, de la edad de piedra, vio hombres de piedra, adoquines en armonía. En una de las estaciones, un señor mayor estaba sentado en el banco de la parada. Su boina cuadriculada estaba pegada a su cabeza (seguro que era pelado). Su saco de corderoy estaba mal abrochado, y acariciaba un bastón con cabeza de águila de metal en el mango. Lo acariciaba como si fuera su mascota, miraba hacia adentro del tren como intentando encontrar a alguien. No amagó a subirse; nadie se bajó. Y sin embargo, el hombre esperaba con la espalda erguida, muy formal, con convicción, al eco de otro tiempo. 
Las películas se inspiran en esto, pero nunca vamos a saber a quién estaba esperando ese polaco, pensó Luis.
“La vida es esto, ¿entendes?”, le susurró el polaco en sueños, moviendo los labios en otro compás, fuera de sincronía, pero con doblaje al español: “La vida se te va. La vida se te va esperando fantasmas que nunca sabrás si llegaron, porque los fantasmas son invisibles”.

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