Se lima las uñas, trata de pensar solo en eso. Si se concentra lo suficiente, quizás lo logre. Los dedos índices no le terminan de quedar parejos y hay un pellejito molestísimo en su anular que si se saca, le sangra el dedo. Su paciencia tiene un límite.
En eso, se le filtran imágenes paganas, cortocircuitos en la memoria. Un mensaje sorpresivo, ese bar con cortinas de encaje en donde le leyó algo de Milan Kundera y cuando terminó se emocionó tanto que se tuvo que levantar para ir al baño. Vinos tintos en la plaza, el moco que se le escapó cuando él le hizo ese chiste malísimo sobre caballos de carreras, cuando jugaron a esconderse en un museo a la hora del cierre.
Como en una calesita donde no puede agarrar la sortija, van pasando estos recuerdos uno atrás de otro. Siente que se le va formando una pelota de plomo en el medio de la garganta. Hace fuerza, como si pudiera expulsarla o disolverla respirando hondo, pero la muy perra está ahí firme, sin indicios de retirarse. Y cuando ya entiende que no se va a ir, le empiezan a temblar los labios. Tiene que dejar de limarse las uñas porque se le forma una persiana de agua que le tapa la vista. Ya se vuelve inevitable: se refriega con las mangas del sweater, se tapa un poco la cara, pero sigue temblando y nadie lo nota. La persiana se vuelve catarata. Está sola, sentada contra la ventana en la fila 26, y nadie lo nota.
De repente está en movimiento, en el aire, se siente casi vertical. Su cuerpo, descontrolado. Nadie la ve, nadie la escucha. Algunos rezan, otros ven revistas. Ella ve el cepillo de dientes rojo que está de más en su baño y piensa en que lo va a tener que tirar a la basura cuando llegue.
El espacio vuelve a ser simétrico y las lucecitas se apagan con un “ding”. Se escuchan ruidos metálicos, pasos acolchados que van y vienen. Ella agarra su libro, pero está trabada en el mismo párrafo hace más de 15 minutos.
Lee escuchando la conversación de atrás. ¿Qué acaba de leer? Relee, y piensa seriamente si prefiere pastas o carne. Relee, y se acuerda que lo conoció tarareando canciones de Nino Rota mientras se tomaban una cerveza caliente. Relee, y le da calor pensar en sus dedos ásperos y sus caricias de seda. Relee, hace el intento una última vez, pero ya el castellano deja de tener sentido. Cada palabra le es ajena, las oraciones no tienen lógica. Ya son demasiadas las cosas que no puede entender.
Cierra el libro y una aguja de tejer muy larga baila en su pecho. Le hace cosquillas, pero son de las que no le gustan. Suplica al cielo que está cerca suyo: por favor basta. Su cerebro le hace espuma. Sabe que está echando sal en un lugar donde no debe, pero esto que le pasa la hace sentir viva. No sabe cómo frenarlo.
Cierra el libro y una aguja de tejer muy larga baila en su pecho. Le hace cosquillas, pero son de las que no le gustan. Suplica al cielo que está cerca suyo: por favor basta. Su cerebro le hace espuma. Sabe que está echando sal en un lugar donde no debe, pero esto que le pasa la hace sentir viva. No sabe cómo frenarlo.
Le duele la necesidad. Le duele saber que las cosas no cambiaron en todos los lugares que alguna vez caminó con él. Se va a acordar siempre de la vez que se tropezó a orillas del Sena y él, en vez de ayudarla, se tuvo que sentar por la risa que le causó. Para él quizás no tenga importancia, y ya lo olvidó. O, cuando en su timidez, trató de decirle en secreto que la quería y en cambio le mordió un cachete. Semanas más tarde le confesó la verdadera intención de ese arrebato, y ella, emocionada, le clavó los dientes en un brazo. No puede olvidarse del calor dulce en el aire cuando caminaron una tarde sin rumbo por el Trastevere. El sol ya se escondía, pero seguía susurrando entre las baldosas, el asfalto, en las paredes gastadas y amarillentas de los callejones. Nunca voy a poder volver a Roma, piensa.
Mira por la ventana al cielo inabarcable. Las nubes aparecen y desaparecen con el titilar de las luces del avión. Se le van cayendo los párpados y cuando ya no se abren, se duerme sin soñar.