11.4.11

Buenos Aires Ciudad I

Las apariencias engañan. Esa es una de las tantas verdades universalmente aceptadas; ¿pero nunca a nadie se le ocurrió que en ciertas situaciones es mejor que engañen? Siempre que camino por la calle y tengo que cruzar el semáforo me siento observada por todos los autos esperando, entonces levanto el mentón y me trago la vergüenza. Qué estúpido que me de vergüenza eso. Pero es que me imagino a las personas desde adentro de los autos inspeccionando la ropa que llevo puesta, la forma en que camino, la cara que pongo, cómo frunzo el ceño con el sol de frente que me da en el rostro. 
Sin embargo, hoy, por algún motivo que desconozco, decidí ser yo la que inspeccionaba a quienes iban en los autos. Y me di cuenta que nadie me mira. Vaya desilusión me llevé- o no- al darme cuenta que nadie me prestaba atención. De todas maneras, no sé que creer; porque por un lado ¿a quién no le gusta ser el centro de la atención aunque sea unos instantes tan efímeros como el de cruzar una calle (o en todo caso una avenida)? Pero después, es todo un alivio saber que soy libre de cruzar la calle como yo tenga ganas, sin las miradas juiciosas de la gente. 
Entonces. Mi reflexión no lleva a ningún lado, como suele hacerlo. A partir de ahora voy a caminar por la calle en libertad como ser humano que soy. Y que nadie se atreva a mirarme mientras cruzo por la senda peatonal.

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