Volver. Caminar por sus pasillos otra vez, sentir el
eco de un edificio que no fue hecho para gritar.
Ir al patio, ver las paredes despintadas de los
edificios adyacentes, las ventanitas que se asoman desde el otro lado, esas que
se llenan de flores de papel en primavera.
Poder ir de un lugar a otro sin tener que pedir permiso. Pasar por entre las clases en horario de clases y asomarse a ver quién está adentro.
Que suene el timbre y sentir un motor interno sacudirse: somos el mejor ejemplo en la teoría de Pavlov.
Poder ir de un lugar a otro sin tener que pedir permiso. Pasar por entre las clases en horario de clases y asomarse a ver quién está adentro.
Que suene el timbre y sentir un motor interno sacudirse: somos el mejor ejemplo en la teoría de Pavlov.
Querer encontrar la biblioteca, pero la mudaron a
otro piso. Notar en las caras una expresión de confusión cuando te ven. Son los
segundos que tardan en reconocerte.
Resulta increíble pensar que una inmensa parte de
nuestras vida las vivimos ahí adentro. Parece solo el principio, pero más bien
es el origen. Y parece anecdótico, pero es definitivo.
Estar ahí cuando era mi momento se sentía bien. Era mi
dominio, el lugar en donde yo tenía el control- aunque tuviera que seguir
reglas muy estrictas.
Ahora estoy en la vida real, y vuelvo al colegio para
sentirme una intrusa. Esas paredes ya no me pertenecen, esas clases tampoco, ni
esas escaleras, ni la capilla, ni el salón de actos, ni los baños ni el bar ni el banco en el que escribí con liquid paper alguna vez. Nada, absolutamente
nada es mío ni me corresponde.
No es mi lugar, y aunque me reciben como siempre hay
algo que cambió. Parece que fue hace siglos. Ya no soy parte.
Pero por una vez, me siento bien quedándome afuera. Está bueno no sentirme parte.
Quizás, porque al verme tan lejos de esa realidad me doy cuenta de lo mucho que crecí.
Quizás, porque al verme tan lejos de esa realidad me doy cuenta de lo mucho que crecí.
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