Un “buenos días” fue
todo lo que necesité para entender. Pasó por al lado, con un caminar cansado y la mirada triste y sentí algo que no había experimentado antes.
El gran señor que hace
temblar a todos ya no es más quien solía ser. No sé. Lo miré fijo a los ojos,
porque no puede ser que siempre que se me acercaba yo bajara la mirada. Y esta
vez no solo la mantuve: por un segundo pude sentir su sufrimiento, su miedo, su
dolor. Él no quiere envejecer más. Ya llegó a la cornisa de su vida y le es
suficiente con mirar desde arriba. No quiere caer, no quiere sentir el vértigo como
una punzada en el centro de su ser.
¿Pero cómo puede ser
que antes imponía el miedo y ahora ya ni ganas de eso tiene? Disfruta que lo
escuchen y también le divierte encontrar potencial en los jóvenes. Pero está
cansado.
Su forma de caminar
cambió. Su cuerpo no aguanta el peso como antes: tiene una faja alrededor de su
cintura que se lo recuerda a cada minuto. Su mirada ya no te penetra.
Tiene unas ganas
atolondradas de retirarse a descansar frente al mar, leer y leer y que nadie lo
moleste. Escapar de esta ciudad.
Pero el deber llama y él
no puede ignorarlo. Su sentido de seguir siendo quien fue es más fuerte. Espera
que nadie lo note, que nadie observe cómo su cuerpo se ha deteriorado, porque
el cuerpo es el mayor prejuicio y la peor barrera entre las almas.
Me duele saber que una
mente tan poderosa esté encerrada en un cuerpo que tiene fecha de vencimiento. Me
preocupa y me desespera. Pero no entiendo bien por qué, si lo supe siempre: al
final, todos nos vamos de la misma forma.
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