Agustina me llama. Yo estoy en casa, durmiendo una siesta, y Agustina me llama por teléfono. Mi celular está en silencio, no tengo forma de escucharlo. Me suena el fijo, que solo suena cuando Telefónica quiere que complete encuestas. No se por qué atiendo, probablemente porque en mi sopor lo primero que me sale es estirar la mano al aparato de la mesita de luz.
“Si mañana no entrego la monografía, recurso”, me dice.
Me cuesta entender de qué habla, acordarme de una monografía que yo entregué hace un mes y hasta asociar para qué materia es que nos lo pidieron. Le digo que espere un segundo. La persiana está por la mitad, la luz de la tarde me inunda el cuarto pero me falta el aire. Me levanto a prender el ventilador y abrir la ventana. Vuelvo a la cama y agarro el teléfono.
“¿Por qué ya no me parece raro? En algún momento vas a terminar recursando, ¿sabes?”
No sé por qué le digo eso. Me sale del alma. De repente se me atora un poquito de bronca en la garganta y es lo primero que puedo soltar para poder volver a respirar con normalidad. Del otro lado, silencio. Vuelvo a sentir la garganta trabada, pero esta vez con un poquito de culpa.
“Bueno, a ver, ¿cuánto tenés hecho?”
Agustina deja todo para último momento. Cuando pasa el momento, lo sigue dejando pasar y termina logrando que todos se acomoden a sus tiempos caprichosos. Me incluyo en la vorágine.
“Tengo el tema pensado y ya escribí dos hojas. Me faltan cuatro y tengo que incluir bibliografía, que no tengo nada”, me dijo. Suena a presa en un confesionario. Claramente, necesita mi ayuda y claramente, no me la va a pedir. Para variar, va a esperar a que yo se la ofrezca. No quiero hacerlo. Me parece que corresponde hacerla sufrir un poco y que entienda que no siempre voy a estar ahí para ayudarla. O sí, qué se yo. Espero por el bien de ambas que no.
A veces me cuesta ponerme en su lugar, tratar de entender cómo funciona ese cerebro procrastinador. Pero la veo tan inocente, tan chiquita y tierna y frágil, que no me queda otra que ayudarla. No sé qué haría sin mí. No sé quién la ayudaría si no lo hiciera yo. Quizás me gusta sentirme importante cuando lo hago. Quizás solo soy una amiga incondicional. La pregunta es qué hace ella por mí; pero no es una pregunta para hacerse ahora.
-“Pasame lo que tengas y yo te paso bibliografía que pueda servirte. Si querés te ayudo a escribir todo el desarrollo y cuando esté listo vos hacés la conclusión, ¿te parece?”.
-“Soy malísima haciendo conclusiones. ¿No me ayudas con eso mejor?”
Suspiro. Le digo que me tengo que dar una ducha y después me siento a escribir; que me vaya compartiendo el documento en Google Drive así lo hacemos al mismo tiempo.
Me baño y me siento en mi escritorio con una toalla en la cabeza. Abro la compu, entro al Documento compartido. En la hoja se lee el tema: “La influencia de ShowMatch en la toma de decisiones políticas de los ciudadanos”. Y en una lista de palabras sueltas: índice, introducción, desarrollo, conclusiones, bibliografía. Nada más.
Agustina está en línea en el documento. Ve que lo estoy viendo y sé que sabe que estoy queriendo darme la cabeza contra el mueble de madera. ¿Para qué decidí ayudarla, otra vez?
Escribe en la hoja semi en blanco y yo veo cómo las letras van apareciendo: “Sos la mejor amiga del mundo y no sé qué haría sin vos. Tkm mucho!! (signos de exclamación)”.
Marco un enter y escribo: “Te odio. Me debés un Fernet”. Otro enter y empiezo: “Como dijo Habermas en su libro “Acción comunicativa”...” etc etc.