13.5.18

Rutina forzada


Aunque sea diez minutos 
Todos los días
Aunque no tenga ganas
Un rato.

Apago la tele
Dejo el teléfono
Me siento
Descontracturo los dedos. 

En la chimenea
Tengo más de trescientos lápices
Pero no los uso 
Son decoración.

¿Cómo se hacía 
Esto de conjugar palabras
Formar oraciones
Acabar
Con un párrafo?

Quizás
Sea hora
De poner a dormir 
Mis sueños adolescentes.

Quizás 
Llegó el momento
De perder
La inocencia forzada.

26.4.18

Rutina porteña


En el zoológico humano
De Tucumán y Florida 
Me río para adentro
Y un poco de verdad
No se por qué, pero me gusta el microcentro.

Un chico me da un papelito
Lo miro, le sonrío, lo agarro
Él hace lo mismo
Creo que me está agradeciendo
Porque lo vi cuando era invisible.

Cruzo la 9 de Julio 
Llego al Teatro Colón
Una mujer ensaya una ópera
Cruzo miradas con una pareja
Somos cómplices de la escucha prohibida. 

Atravieso Tribunales
Miro al General Lavalle en su torre
Me acuerdo que me contaron
Que lo alzaron para que no lo bandalicen
Como casi todo en nuestra historia
No tiene punto medio.

Un perro busca una pelota de tenis 
Se la devuelve a su dueño, tirado en el pasto
Su dueño lo abraza, el perro le lame los cachetes
Juegan.

Ahora estoy en la cuadra de casa
Pasa el camión de basura
Me sale poner cara de asco, es más fuerte que yo
Un señor cruza Uruguay y pone la misma cara
No me ve, pero yo sí a él.
Vuelvo a reírme
Para adentro
Pero de verdad. 

23.4.18

Rutina lacrimal

Los días tristes 
Acarician mis ventanas 
Los días felices 
Las abren de par en par. 

Un nudo en la garganta 
Taquicardia inexplicable
El ceño fruncido
Llorar de risa. 

Los días tristes 
Me están esperando
Pero los días felices
No los dejan pasar. 

Quiero que se vayan
Quiero solo taquicardia
Quiero solo divertirme 
No quiero que lleguen. 

Pero llegan
Acá están 
Golpeandome el pecho
Como una seda en mis ventanas

Y yo los recibo
De la única forma que sé
Con los brazos 
Abiertos. 

22.4.18

Rutina culposa


Por tu culpa 
No llego más a casa y me siento a escribir
Es por vos 
Que me quedé muda.

Los lunes voy al gimnasio
Los martes miro el techo
Los miércoles leo, pero no escribo
Los jueves vuelvo al gimnasio.

Hago diez sentadillas, veinte sentadillas
Tengo las piernas incendiadas
Pienso en el trabajo y en el dolor de cabeza que tengo hace tres días
Y hago treinta sentadillas, cuarenta sentadillas más. 

Hace un año 
Que no escribo
Hace un año 
Que me quedé muda.

Por tu culpa 
No hablo por escrito
Es por vos 
Que me olvidé cómo se hacía. 

Pero ahora estoy quieta
Las piernas no me queman
Ahora estoy en silencio
Y me doy cuenta que no puedo culparte más. 

17.11.16

Cuentas regresivas

Está sentada en la arena húmeda con la cabeza apoyada en el hombro de su amiga. Tiene puesto un vestido blanco de fiesta que se le está ensuciando, pero no le importa. Su vaso de cerveza tibia y sin gas descansa a un costado. En el cielo explotan algunos petardos, algunos solos, otros en cadena. Son intermitentes desde hace 4 horas, cuando el sol empezaba a irse. Unos pocos echan chispas después de callarse, son estrellitas extinguiéndose. Como tapado con almohadón, ambas sienten resonar el suelo de música latina a lo lejos, hacia atrás. Clara empieza a escupir una risa seca, entrecortada.

“¿De qué te reís?”

“Del palo borracho de mi vieja. ¿Te acordás? Ese que nunca supimos si lo que tenía adentro eran caracoles o arroz, que cuando lo girabas parecía ruido de lluvia”

“Sí, me acuerdo”

“Bueno. Olvidate de la música y tratá de sentir las olas con los ojos cerrados. Es eso. Mucho más que ruido de lluvia”

Ambas se quedan a ciegas escuchando cómo las olas rompen y se deshacen cerca de sus pies.

La gente que está atrás grita a cada rato, todos juntos gritan, como festejando un gol o festejando que una pelota de ping pong entró en un vaso.

Ellas siguen sin decirse nada, de a poco van abriendo los ojos en medio del silencio cercano y el caos que las persigue y les toca la espalda. El caos siempre las persigue y les toca la espalda, ellas lo saben, pero siempre quedan al borde, en el abismo, a punto de caer pero sin morir, juntas. El agua les ruge cuando se acerca pero cuando está llegando la espuma se deshace y se disuelve.

“Parece gas. Como de cuando abrís una Coca muy batida”

“Para mí es más tipo champagne”

“No me hables de alcohol que largo todo”

Se ríen sin sonido. Quieren seguir sintiendo el mar en sus venas y el olor a sal en su nariz.

Clara mira la hora de su teléfono y suspira. Una vez más, están por saltar al vacío simbólico de un nuevo momento en sus vidas, juntas. Son años y años de vivir lo mismo, del ritual inexorable y mentiroso pero intenso, feliz, abrumador.

“En cualquier momento”.

Ambas miran al cielo y su infinitud. Su luz se duerme y se enciende. Atrás se escuchan gritos entonados.


“Diez. Nueve. Ocho, siete, seis. Cinco, cuatro…”

.

14.11.16

Un jueves como cualquier otro

Te veo mirarme mientras movés los labios. Sonreís un poco, tomás un trago. Yo observo en silencio todos tus movimientos, casi coreográficos, las frases hechas, todas hechas. Pero no me importa. Viví esta situación una y mil veces, pero como cada vez, esta parece distinta. 

La música está un poco fuerte y vos tenés que hablar fuerte. Estoy casi encima de la mesa, tratando de no quedar mal preguntandote “¿Qué?” todo el tiempo. En la mesa de al lado 10 pibes tienen dos jarras de cerveza y brindan, festejan, gritan. 

En ese bar la gente festeja con volumen, en música y en alcohol. Yo tomo mi cerveza de a tragos, con tranquilidad, un poco arrítmica a la feliz desorganización que me rodea. La mesa de madera está toda pegoteada pero no me importa, a esta altura no me importa nada. Solo quiero prestar atención a cómo vos movés los labios y me mirás fijo, penetrante, con esos ojos eternos.

No sé bien de qué hablás, quizás de tu mamá o de tu hermano, de tu relación con tus amigos o de tu ex novia. Solo sé que me estás contando algo que cuesta decir, no encontrás las palabras, tenés que tomar un trago con cada silencio para pensar bien en cómo decir lo que sentís. Son sentimientos guardados bien adentro, que no salen muy seguido y por eso cuesta encontrar el lenguaje que los transmita. 

A mí me fascina verte usar las palabras incorrectas para después corregirte.

“Y a veces me da bronca. Bueno, no. Bronca no… impotencia”.

Me da una puntada en el medio del pecho pensar que me estás contando estas cosas y que mientras me las contás tus ojos brillan acuosos. 

Si lo pienso un poco mejor, sé que siempre es así, siempre es la mejor parte. Después viene la tormenta, pero así, en medio de la luz que se refleja a medias en este bar en Palermo, quiero creer con todo mi corazón que vos sos perfecto y siempre vas a serlo. Aun cuando conozca las imperfecciones que ahora parecés no tener, quiero creer que vas a seguir siendo perfecto.

Te doy la mano y suspiro. Vos, con un dedo, me acariciás la palma, muy despacito. El corazón me late a mil por hora. Siento una aguja clavada en el medio del pecho. Si me veo a mí misma desde afuera, la aguja pincha más todavía. 


Esto es una película y es la vida, pero la vida siempre es mejor que las películas. El encuentro absoluto y la simbiosis en medio de tanta música y alcohol. Yo pienso: no importa quién esté en frente, no hay nada como estas confidencias; no hay nada como estos susurros dichos a los gritos.

30.9.16

Agustina

Agustina me llama. Yo estoy en casa, durmiendo una siesta, y Agustina me llama por teléfono. Mi celular está en silencio, no tengo forma de escucharlo. Me suena el fijo, que solo suena cuando Telefónica quiere que complete encuestas. No se por qué atiendo, probablemente porque en mi sopor lo primero que me sale es estirar la mano al aparato de la mesita de luz. 

“Si mañana no entrego la monografía, recurso”, me dice. 

Me cuesta entender de qué habla, acordarme de una monografía que yo entregué hace un mes y hasta asociar para qué materia es que nos lo pidieron. Le digo que espere un segundo. La persiana está por la mitad, la luz de la tarde me inunda el cuarto pero me falta el aire. Me levanto a prender el ventilador y abrir la ventana. Vuelvo a la cama y agarro el teléfono. 

“¿Por qué ya no me parece raro? En algún momento vas a terminar recursando, ¿sabes?”
No sé por qué le digo eso. Me sale del alma. De repente se me atora un poquito de bronca en la garganta y es lo primero que puedo soltar para poder volver a respirar con normalidad. Del otro lado, silencio. Vuelvo a sentir la garganta trabada, pero esta vez con un poquito de culpa. 

“Bueno, a ver, ¿cuánto tenés hecho?” 

Agustina deja todo para último momento. Cuando pasa el momento, lo sigue dejando pasar y termina logrando que todos se acomoden a sus tiempos caprichosos. Me incluyo en la vorágine. 

“Tengo el tema pensado y ya escribí dos hojas. Me faltan cuatro y tengo que incluir bibliografía, que no tengo nada”, me dijo. Suena a presa en un confesionario. Claramente, necesita mi ayuda y claramente, no me la va a pedir. Para variar, va a esperar a que yo se la ofrezca. No quiero hacerlo. Me parece que corresponde hacerla sufrir un poco y que entienda que no siempre voy a estar ahí para ayudarla. O sí, qué se yo. Espero por el bien de ambas que no. 

A veces me cuesta ponerme en su lugar, tratar de entender cómo funciona ese cerebro procrastinador. Pero la veo tan inocente, tan chiquita y tierna y frágil, que no me queda otra que ayudarla. No sé qué haría sin mí. No sé quién la ayudaría si no lo hiciera yo. Quizás me gusta sentirme importante cuando lo hago. Quizás solo soy una amiga incondicional. La pregunta es qué hace ella por mí; pero no es una pregunta para hacerse ahora. 

-“Pasame lo que tengas y yo te paso bibliografía que pueda servirte. Si querés te ayudo a escribir todo el desarrollo y cuando esté listo vos hacés la conclusión, ¿te parece?”. 

-“Soy malísima haciendo conclusiones. ¿No me ayudas con eso mejor?” 

Suspiro. Le digo que me tengo que dar una ducha y después me siento a escribir; que me vaya compartiendo el documento en Google Drive así lo hacemos al mismo tiempo. 

Me baño y me siento en mi escritorio con una toalla en la cabeza. Abro la compu, entro al Documento compartido. En la hoja se lee el tema: “La influencia de ShowMatch en la toma de decisiones políticas de los ciudadanos”. Y en una lista de palabras sueltas: índice, introducción, desarrollo, conclusiones, bibliografía. Nada más. 

Agustina está en línea en el documento. Ve que lo estoy viendo y sé que sabe que estoy queriendo darme la cabeza contra el mueble de madera. ¿Para qué decidí ayudarla, otra vez? 

Escribe en la hoja semi en blanco y yo veo cómo las letras van apareciendo: “Sos la mejor amiga del mundo y no sé qué haría sin vos. Tkm mucho!! (signos de exclamación)”.


Marco un enter y escribo: “Te odio. Me debés un Fernet”. Otro enter y empiezo: “Como dijo Habermas en su libro “Acción comunicativa”...” etc etc. 

14.9.16

Héctor

Trabaja en un pseudo-búnker. No hay señal, no le llegan los WhatsApp de Silvia que le dicen cómo está la beba. Le toca sentarse al lado del baño,  donde la gente entra y sale, la puerta hace ruido, las cañerías truenan y el lavamanos es incesante. Después la puerta queda abierta y el olor le llega directamente. Solo a él, mientras intenta hacer funcionar el wifi. 

Llega todos los días a las 9 am puntual, cuando la oficina todavía está desierta, cuando la única computadora que carbura es la suya. A medida que van entrando para firmar los ingresos, se va escuchando un rumor cada vez más pronunciado. A eso de las 11 am el equipo está completo y el griterío es insoportable. Héctor tiene que presupuestar, anotar, calcular, pero tiene a tanta gente encima suyo que las restas le salen sumas y las divisiones le salen multiplicadas. Al mediodía los jóvenes almuerzan; Lucas cuenta que perdió por goleada en el partido del domingo con los pibes, Sandra recomienda a su colorista en una peluquería del barrio, Guadalupe pide consejos porque no sabe qué hacer con el chico que le gusta. Héctor trata de redactar un informe, una y otra vez, pero las voces que se superponen y hablan cada vez más fuerte le impiden cualquier tipo de actividad mental.

Pasa el almuerzo, se hacen las 3 de la tarde, a esta hora empieza la maratón. Todos corren de acá para allá, se desviven por su tarea diaria, gritan, van, vienen. Héctor termina el informe como puede y se lo entrega a su jefe, que tiene 30 años menos, para que se lo apruebe. No se lo aprueba. Le pide que corrija algunas mayúsculas, tildes, y que cambie la palabra “pedir” por “solicitar”. Arregla lo último pero no logra encontrar las tildes que faltan y las mayúsculas fuera de lugar. Lee, relee, y nada. En el centro de su estómago se le forma una pelota de comida no digerida que exige ser expulsada. A las 5 tiene que estar en su casa en Morón para llevar a Silvia con Mora al médico. No sabe a quién pedirle ayuda, ¿debería saber sobre tildes? Nunca antes le habían exigido este tipo de cosas. Antes no sería importante, se le ocurre. 

Mueve el pie izquierdo en un tic nervioso, con la necesidad de frenar el tiempo o de volverse un redactor brillante. Pasa Sandra por atrás suyo, le pregunta si necesita ayuda con algo. Héctor suspira, un poco aliviado un poco avergonzado, y fijándose que no esté su jefe a la vista, le dice que necesita un chequeo del informe. Sandra va al baño y cuando sale le dice: “Los meses del año van en minúscula. Ah… y fijate que “este” ya no lleva tilde”. 

Héctor no entiende por qué su jefe no podía tomarse el trabajo de decirle directamente esos errores. Héctor no entiende casi nada, especialmente el estrés de todos estos chicos por las cosas “urgentes”. Lo que es urgente casi nunca suele realmente serlo. Lo que realmente importa es lo importante. Pero nadie se da cuenta, en este lugar todos trabajan como si de la vida o la muerte se tratara, ponen en juego toda su vida por unas mortales horas dentro de ese búnker sin señal y sin Instagram. 

Se hacen las 4 y Héctor firma la planilla de salida. 

Hasta mañana, chicos”- les dice a todos.


Lo despiden los dedos tecleando en las computadoras, las miradas fijas en las pantallas, la mano ausente de uno de los que se sienta al fondo. Mañana, y quizás siempre, será igual.